Dr. Víctor Hugo Sosa Ortiz.
Un factor importante que determina el rumbo
económico de cualquier nación es, sin duda, la gestión o control de sus
recursos primarios, y desde principios del siglo XIX hasta mediados del siglo
XX, las políticas públicas implementadas en el país en materia de aguas no fueron la excepción.
En ese
sentido, la evolución de las políticas públicas en la formulación de leyes y
normas que gestionaron el agua fue complementada por una serie de decretos que
tuvieron que ver con el reparto de tierras, la imposición de leyes que beneficiaran a la mayor parte de
los consumidores, generar condiciones de inversión favorables a grupos
dispuestos a invertir en México y todo lo que tuvo que ver con un marco
institucional favorable para el crecimiento económico del país.
Desarrollo
En México la legislación que regula las
aguas se remonta al periodo colonial, cuando los reyes españoles ejercieron el
dominio directo sobre los recursos hidráulicos. Estos eran considerados
patrimonio de la corona y los particulares solo podían obtenerla mediante Mercedes
Reales,[1] aunque
la corona española delegó esta función a oficiales menores, como las intendencias
y los ayuntamientos.[2]
Durante el México independiente (1821-1871)
la titularidad jurídica de la colonia pasó a ser de la nación mexicana, pero
los mecanismos empleados para la obtención de las mercedes de agua siguieron siendo
los mismos, es decir, las intendencias y los ayuntamientos continuaron
ejerciendo la gestión y facultad para otorgar las concesiones de tierra y agua.[3]
A partir de la
segunda mitad del siglo XIX, en el país se formularon algunas leyes que permitieron
a la federación tener cierto control sobre la regulación hidráulica. De tal
modo la Constitución de 1857, en el artículo 72, fracción XXII, facultó al Congreso
de la Unión a dictaminar leyes «sobre vías generales de comunicación y sobre
postas y correos». Esta reforma a la ley fue muy importante, ya que a partir de
entonces el Congreso contó con atribuciones para determinar qué cuerpos de agua
fueron jurisdicciones federales y cuáles no, y en ese tenor expedir las leyes
necesarias para el uso y aprovechamiento del líquido.[4]
Durante el
periodo presidencial de Benito Juárez (1857-1872), la necesidad de unificar
criterios en torno a la legislación de aguas se concibió como una prioridad, ya
que se encontraba dispersa, por lo que se formuló el primer Código Civil que
entró en vigor en 1871, regulándose con ello las aguas de propiedad nacional
como lo establecía el Código Civil napoleónico,[5]
declarando de propiedad nacional las riberas de los ríos navegables y las
costas. A su vez, el Código Penal de 1871, tipificó como delitos la ocupación o
usurpación de las aguas, así como las inundaciones provocadas intencionalmente,
de tal modo que se establecieron normas correccionales respecto a los mismos.
En México, como señala Luis Aboites, el
término «federalización» ha sido entendido como sinónimo del proceso de
concentración de facultades políticas y legales en el gobierno federal, es
decir, la centralización. Por lo mismo, la administración de los recursos
hidráulicos ha sido uno de los ramos sujetos a la dinámica centralizadora.
El caso de la centralización de las aguas
nacionales inició formalmente el 5 de junio de 1888 con la ley sobre Vías
Generales de Comunicación y Postas,
que declaraba, entre otros rubros, como vías generales de comunicación los
mares territoriales, esteros y lagunas, así como los canales construidos por la
federación, los lagos y los ríos navegables, también aquellos que sirvieron de
límites a la República o a dos o más estados de la unión.
Con la aplicación de estas medidas, se impulsó
la regulación de las aguas nacionales y las bases para que los recursos
hidráulicos pasaran de una vez por todas a ser propiedad de la federación bajo
el cuidado de una sola autoridad administrativa; y fue así que partir de ese
momento se reglamentaron todas las concesiones de agua ante la Secretaría de
Fomento (SF).
La concepción y puesta en marcha de este
cuerpo de leyes y normas para que el gobierno usufructuara las aguas del país
fueron un factor de desaliento para algunos de los consumidores debido a lo problemático
del trámite, y de incertidumbre por el hecho de que aún no se generaba un ambiente institucional
favorable y se temía que el gobierno en cualquier momento les retirará la concesión.
En 1894 se modificó la ley ofreciendo una serie de franquicias y
beneficios para quiénes desearan realizar obras hidráulicas en sus propiedades.
Estas prebendas y beneficios fueron el resultado de una presión creciente de la
población, originada por la búsqueda de responder a ella con mayor
productividad.[8] Se
estableció la Ley Sobre el Régimen y Clasificación de Bienes Federales en 1902,
supliendo la Ley Sobre Vías Generales de Comunicación de 1888, pero continuó
siendo objetiva respecto a las normas de las concesiones para los usos del
agua, declarando por vez primera que las aguas fueran consideradas como
propiedad exclusiva y definitiva de la nación, de esta manera se cierra un
ciclo en la centralización y/o federalización de las aguas nacionales.
Bajo el gobierno del general
Porfirio Díaz (1877-1911) se impulsó la construcción de obras de irrigación
mediante la creación de la Caja de Préstamos para Obras de Irrigación y Fomento
de la Agricultura en 1908. La Caja fue la primera institución financiera
creada ex profeso para el fomento de
las actividades agrícolas,
disponiendo del capital necesario para
realizar obras de irrigación. Lo que significó llevar a cabo numerosas operaciones individuales,[9] pero
fueron escasas las ventajas obtenidas, ya que únicamente una proporción
reducida de las sumas administradas recibieron la aplicación específica
correspondiente.
En 1910 se creó la Ley Sobre
Aprovechamientos de Aguas de Jurisdicción Federal modificando la vieja
categorización de las aguas en navegables y no navegables, adoptando una
clasificación más acorde a la realidad nacional y regulando los usos y
concesiones del agua, exceptuando las concesiones hechas para la navegación. La
aplicación de este decreto constituyó un paso más en el cambio hacia la
centralización/federalización del agua.
Entre los años de 1870 y 1911 se tomaron
varias decisiones políticas y económicas que incidían sobre la irrigación de
las tierras cultivadas y la gestión del agua, tratando de dar solución a los
problemas más recurrentes del campo mexicano y priorizando la venta de terrenos
a las grandes compañías deslindadoras que hubo en el país.
La visión había cambiado en cierto sentido, ya que había nuevos
intereses a quién servir, así lo dejan ver algunos autores que consignan que: «[…]
el gobierno central regulaba algunos de los ríos principales en el interés de
los terratenientes privados».[10]
Bajo esa perspectiva, es patente la orientación de recursos hacia el sector
privado empresarial, que representaba, según la visión del estado mexicano, el
ala progresiva del país. Como hemos consignado, las políticas públicas
implementadas para la irrigación y gestión de los recursos del agua estaban
encaminadas a impulsar a los medianos y grandes propietarios agrícolas.
Hasta este momento es perceptible que la
intención del gobierno mexicano, al centralizar y gestionar los recursos
hidráulicos mediante leyes y reglamentos, fue alentar las inversiones de las
grandes y medianas empresas privadas, sobretodo en actividades relacionadas con
la agricultura y venta de terrenos.
Es decir, el estado mexicano generaba las políticas públicas adecuadas
para incentivar inversiones nacionales y extranjeras mediante el usufructo del
agua, y conforme se fueron necesitando mayores volúmenes de agua se
tomaron decisiones
importantes al respecto,[11] basta con
observar el informe presidencial de Victoriano Huerta (1913-1914), quien en 1913
comentaba:
[…] El Instituto Geológico se ha consagrado
últimamente al importante estudio de la hidrología subterránea, del que
obtendrá ventajas la agricultura nacional y el que influirá para hacer
productivos terrenos de la nación que ahora, por falta de agua, no tienen valor
[…].[12]
Lo anterior refleja la importancia política
y económica que representaba la gestión del agua en los quehaceres agrícolas
nacionales. Otro argumento, igualmente válido con respecto a la gestión del
agua en el país, se recoge de los informes finales de los gobiernos
revolucionarios, ahí cuestionaron la política porfirista de concesionar los
recursos naturales a particulares sin que el Estado recibiese compensación
alguna.
Por esta y otras razones de mayor peso,
algunos políticos levantaron la voz al respecto, como ocurrió en marzo de 1914
cuando el secretario de Industria y Comercio, Querido Moheno (1873-1933),
planteó la necesidad de reformar la legislación sobre las concesiones de agua
para cobrar impuestos por ese motivo. Puso como ejemplo a la Compañía de Luz y
Fuerza de la Ciudad de México, que obtenía anualmente millones de pesos por la
explotación de la caída de agua de Necaxa, y, sin embargo, el erario público no
recibía un solo centavo.[13] Por
lo que una comisión consideró justo recuperar la riqueza del subsuelo y las
aguas que estaban en manos de empresarios.[14]
Las voces gubernamentales propugnaban
cambios en la centralización y gestión del agua, así como en las políticas
públicas de gobierno; y en ese escenario, el 15 de agosto de 1916, el primer
jefe del ejército constitucionalista, Venustiano Carranza (1860-1920), expidió
una ley que obligó a todo extranjero que solicitara concesiones de aguas
federales, terrenos nacionales, fundos mineros, o permisos para la explotación
de las riquezas naturales (como productos forestales, pesqueros o petroleros);
a renunciar a la protección de sus respectivos gobiernos en caso de ocurrir
algún conflicto.[15]
En 1916 el informe rendido por el secretario
de Fomento, Pastor Rouaix (1874-1950), mencionó que la nueva legislación
impediría que los capitalistas nacionales o extranjeros monopolizaran los
recursos naturales valiéndose de sus influencias para conservar sus
concesiones.[16]
También señaló como necesario gravar el uso de los recursos hidráulicos como un
acto de justicia, pues: «Desde el momento que la Nación [era] propietaria de
las aguas, debe percibir una compensación, muy módica por cierto, en cambio de
aumento de producción y valor que tienen los usuarios en sus fincas».[17]
La señal dada desde el gobierno mexicano en
esa fecha fue clara para todos aquellos que monopolizaban los recursos
primarios, y más aun siendo extranjeros, ya que iba en detrimento de la política
económica de la nación, al utilizar las aguas nacionales sin ningún control o
pago de impuesto alguno.
Estos ajustes sociales, políticos y
económicos tuvieron como consecuencia un cambio fundamental en la estructura y
las leyes del país, permitiendo impulsar el crecimiento económico mediante la
promulgación de leyes para centralizar el agua y concesionarla para el riego
agrícola, y mediante la plusvalía del agua impulsar la venta de terrenos.
Por lo tanto las políticas públicas que en materia de aguas se
dictaminaron, generaron una gran inquietud en la población, primeramente al
experimentar una sujeción a las leyes impuestas, las reglas del juego habían
cambiado y debieron aceptarlo; asimismo, se experimentó una nueva visión
gubernamental al impulsar el crecimiento económico nacional, mediante la
gestión del agua al encauzar y centralizar el empleo del vital líquido, hacia
rubros económicos tan importantes como la industria y el uso doméstico, dejando
la construcción de obras hidráulicas en manos de la iniciativa privada.[18]
El nuevo marco
jurídico en torno a las políticas públicas de los usos y gestión del agua, se fueron
gestando a partir de 1916 por los legisladores mexicanos para imponer un gravamen
a la explotación del agua; Posteriormente en 1917 figura la creación de la Dirección
de Aguas, Tierras y Colonización, y finalmente el 6 de julio de ese mismo año, se
expidió el decreto, estableciendo una renta federal por el uso y
aprovechamiento de las aguas públicas de la nación.
Este
ordenamiento no fue bien recibido por los usuarios de aguas federales,
(particularmente por los propietarios del Centro y Suroeste del país), quienes
se negaron a pagar el nuevo impuesto, argumentando la falta de seguridad para
el buen desarrollo de sus empresas debido a los ataques de grupos zapatistas,
que asaltaban y destruían instalaciones de las haciendas e industrias de esas
regiones. Es decir, las condiciones institucionales estaban endebles, lo que
propiciaba un marco institucional débil al desarrollo de las actividades
económicas nacionales.
Los
más inconformes fueron aquellas empresas que utilizaban la energía eléctrica
como insumo principal en sus negocios, así como algunos empresarios locales
dedicados a la venta de agua, que en conjunto comenzaron a presionar al Estado
mexicano para que diera marcha atrás al mencionado impuesto y respetara los
acuerdos pactados durante el gobierno de Díaz.
Ante los reclamos cada vez más constantes
de los concesionarios, el gobierno federal tuvo que acceder a las chillas y el
22 de diciembre de 1918, por acuerdo presidencial, se eximió la contribución
del impuesto de aguas federales a todos los usuarios hasta el restablecimiento
del orden público en los estados de Puebla, México y Morelos principalmente.
Es importante mencionar que con la implementación
de dichas leyes fueron varios los intereses afectados en materia de disposición
de las aguas del país, por lo tanto, la presión ejercida por el grupo de
querellantes fue tan intensa que en un tiempo, relativamente breve, lograron la
modificación de la nueva legislación en materia de agua.
Esta modificación ocurrió bajo el gobierno
del general Álvaro Obregón (1920-1924), cuando gracias a un nuevo decreto con
fecha del 20 de junio de 1921 finalmente se disminuyeron los impuestos para las
empresas hidroeléctricas, esto con un doble propósito: primeramente, dar
impulso a la economía nacional mediante concesiones de agua a las empresas y
usuarios solicitantes y, segundo, el desarrollo e instalación de plantas de
energía eléctrica para el consumo de la industria.
La ideología que los gobernantes posrevolucionarios impusieron para el
progreso económico de México incluyó varias propuestas, una de ellas fue el
fomento a la construcción de obras hidráulicas e hidroeléctricas, buscando
promover las actividades agrícolas e industriales; la segunda, fue buscar una
solución a los problemas de rezago de la agricultura por falta de riego.
Sobre estos ejes que tanto laceraban al
país, los gobernantes mexicanos comenzaron a plantear soluciones que
permitieran alcanzar los objetivos propuestos, una de ellas fue la construcción
de sistemas de irrigación, y otra resolver el problema de abasto de agua, porque
una cosa era solucionar la irrigación y otra muy diferente el abasto de agua en
el campo y la ciudad, para usos domésticos e industriales. Sobre estos ejes, se
elaboró la nueva constitución que giró en torno a la irrigación, el abasto de
agua y la generación eléctrica.
En los dos primeros casos, la Secretaria Agricultura
y Fomento tomó el control de la situación, pero en la cuestión de la energía
eléctrica lo más relevante fue la proliferación de compañías generadoras de
electricidad en manos privadas, tanto nacionales como extranjeras, y cada una
de ellas era fuente generadora de conflictos por la mala calidad de los servicios
prestados, lo que motivó de nuevo al gobierno a establecer un cuerpo de leyes
para regular las anomalías y crear en 1937 una dependencia, ex profeso, denominada Comisión Federal
de Electricidad (CFE), encargada de aglutinar este importante rubro,
regulando así la oferta y la demanda de la energía eléctrica nacional.
Siendo presidente de la república Plutarco
Elías Calles (1924-1928), se decretó en 1926 la «Ley Sobre Irrigación con aguas
federales, declarando de utilidad pública. […] La irrigación de la propiedad agrícola privada,
cualquiera que sea su extensión y cultivo siempre que fueran irrigadas con
aguas de jurisdicción federal».[20] La
importancia de este decreto es que constituyó los cimientos del riego agrícola
de la nación, en esencia, contenía la visión de progreso que tuvieron los
gobernantes mexicanos, y la posterior apuesta al inversionista privado.
También en 1926, el sustento jurídico
plasmado en el artículo 3 signaba que: «para promover y construir las obras de
irrigación necesarias en la República Mexicana, quedaba instituido un órgano
administrativo denominado “Comisión Nacional de Irrigación” (CNI), dependiente
de la SAF».[21]
Esta
nueva institución gubernamental comenzó a dar certeza jurídica a la población,
pero sobre todo a los inversionistas nacionales y extranjeros que miraban en
las obras gubernamentales los indicios institucionales adecuados para la
generación de empleos y la multiplicación de la riqueza nacional mediante
normas claras de acción. De tal forma que la centralización y control de
recursos hidráulicos, tal como se observa, fue el mecanismo que propició el
crecimiento económico.
Aun cuando las bases institucionales daban
pasos firmes en la consolidación del marco institucional en torno al agua,
quedaban pendientes las leyes o normas que regularan la distribución de la
tierra; por lo que el 27 de abril de 1927 se decretó la Ley de Dotaciones y
Restituciones de Tierras y Aguas, modificando el Artículo 27 de la Constitución, señalando:
Todo poblado que carezca de tierras o de aguas, o
que no tenga ambos elementos en cantidad suficiente para las necesidades
agrícolas de su población, tiene derecho a que se le dote de ellos, en la
cantidad y con los requisitos que establezca dicha ley.[22]
Con ello se intentó dar una respuesta
concreta al reclamo, tierras y aguas por parte de las comunidades agrarias más
necesitadas del país. También dejaba en claro quiénes tenían ese derecho y el
modo de obtenerlo, de acuerdo con el artículo 104.[23]
De tal forma que todos los elementos relacionados con las dotaciones de tierras
y aguas estaban plenamente integrados para evitar abusos o malas interpretaciones.
Posteriormente, la ley fue modificada el 18 de
agosto de 1927 para integrar algunas consideraciones importantes en cuanto a la
restitución de tierras y aguas, y cómo debían llevarse a cabo. Para el 3 de
febrero de 1929, fueron anexadas algunas reformas publicadas en el Diario Oficial de la Federación (DOF) en
el periodo del presidente Emilio Portes Gil (1928-1930), en cuanto a la
normativa de pedir o solicitar las dotaciones y restituciones de tierras y
aguas por parte de los usuarios.
En lo que respecta a la regulación de los
usos domésticos del agua, fue en 1928 cuando la SAF se encargó de reglamentar
las concesiones para abasto de agua potable a las comunidades; mientras tanto,
el Departamento de Salubridad Pública marcó las directrices sanitarias. Sin
embargo, para ese año todavía los estados no lograban brindar un óptimo
servicio de agua potable, siendo el Gobierno Federal la única instancia capaz
de resolver el abasto de agua potable en algunas de las principales localidades
de la nación.
Esta continua centralización del agua se
fue dando porque no había recursos en los estados y municipios para hacer
frente a todas las demandas ciudadanas en el abasto del agua. Fue entonces que
el 7 de agosto de 1929, el gobierno federal expidió el decreto de la Ley de
Aguas de Propiedad Nacional, en ella se dictaminó que las «Aguas, cauces, vasos y zonas marítimas y
ribereñas de propiedad nacional, son aguas de propiedad nacional propiamente
dicha».[24]
Con esta ley se otorgó un sustento legal y jurídico a todo cuerpo de
agua, islas, islotes y toda aquella tierra ganada al mar que se encontró en la
República Mexicana. El artículo 6 establece que:
La Nación ha tenido y tiene, de conformidad con el
artículo 27 constitucional, la propiedad plena de las aguas a que se refiere
esta ley.[25] […]
En consecuencia, la Nación, representada por los Poderes Federales, tiene
soberanía y derecho de regularizar el aprovechamiento de estos bienes en los
términos de esta ley y sus reglamentos, con exclusión de cualesquiera otra entidad
política o privada.[26]
Cabe mencionar que dicha ley fue más allá
en cuanto a la normatividad del agua, porque también contempla: «Reglamentar y
regularizar los aprovechamientos de los bienes objetos de este decreto para
usos domésticos, de servicios públicos, industriales, de riegos, de producción
de fuerza, de lavado y entarquinamiento de terrenos».[27]
Además, reguló los medios por los cuales los particulares pueden aprovechar los
beneficios de esta ley. Por ejemplo, en el artículo 10 se menciona que: «Es
libre el uso y aprovechamiento por medios manuales, de las aguas de propiedad
nacional».[28] Y
hubo una confirmación de derechos de usuarios en el artículo 13.[29]
Como observamos, las bases jurídicas en
torno a los aprovechamientos del agua se fueron creando conforme los reclamos y
necesidades de agua se hacían cada vez más imperantes. De tal forma que el
marco institucional aun endeble fue fortaleciéndose en la medida que se
solucionaban estas nacientes necesidades y reclamos.
En cuanto a las prioridades de los usos del
agua, el artículo 18 señala que se otorgaba preferencia a los usos domésticos
de los poblados y para abrevadero de ganado, después para servicios públicos, y
en orden de importancia continúan los usos industriales, y por último el riego
de terrenos.[30]
La reforma a la ley en materia hidráulica
trajo consigo profundos cambios en los usos y costumbres de la población en
torno al aprovechamiento del agua, y, por lo mismo, también hubo desacuerdos. Sin
embargo, en términos generales, resultó benéfica la reforma de ley para la gran
mayoría de la población mexicana, a pesar del descontento generado. Esto debido
a que el estado daba certidumbre y respeto a los usuarios del agua mediante los
acuerdos y contratos, apoyado por las instituciones creadas para tal fin.
Después de la Gran Depresión, México inició una etapa de crecimiento económico,
dentro del modelo de sustitución de importaciones como agroexportador porque
tenían mercados más o menos seguros y estables, que generaban ciertas
ganancias. En esta lógica, el gobierno mexicano coadyuvó con las políticas
públicas necesarias para llevar a cabo fuertes inversiones en comunicaciones y
transportes, agregando un nuevo impulso en las obras de irrigación y el reparto
agrario.
Pues bien, la progresiva centralización de
la gestión del agua comenzó a desarticular los mercados locales de agua que
proliferaban por doquier. En pueblos y comunidades los particulares vendían el
agua o la intercambiaban. Todavía en 1930, la SAF recibía informes de que se
continuaba con la vieja práctica de vender el agua, pese a la prohibición del
Estado.[32]
Es importante destacar que otros frentes
fueron intervenidos, como el suministro del agua potable por medio de la
creación del Banco Nacional Hipotecario Urbano y de Obras Públicas, fundado en
febrero de 1933 con el propósito de impulsar la construcción de obras de
equipamiento urbano como agua, alcantarillado, mercados y rastros.[33]
El 11 de enero de 1934 hubo modificaciones
a la Ley de Aguas de Propiedad Nacional, esta vez a los artículos 32 y 47; el
primero fue para otorgar a los usuarios los permisos de construcción y
concesión de aguas, y eximir de impuestos a los derechos de importación del
material requerido para las obras hidráulicas en construcción.[34]
En el segundo ordenamiento se exigía a los
usuarios el pago por usos del agua quedando signados de la siguiente manera:
«[…] los concesionarios que usen o aprovechen las aguas de propiedad nacional
están obligados a compensar al Gobierno Federal por el uso o aprovechamiento
que hagan de la citada riqueza nacional».[35]
El DOF publicó el 2 de agosto de 1934 el decreto que reformó la Ley de
Aguas, referente a los aprovechamientos en servicios públicos y domésticos que
directamente administren los ayuntamientos, lo que posibilitó la facultad de
dictar disposiciones generales y de expedir preceptos particulares entre tanto
se dictaminaba la ley definitiva. Entre lo más sobresaliente de esta reforma está
el artículo 1, que a la letra dice:
Se consideran como aprovechamientos hechos por la
Nación, los de las aguas de propiedad nacional que se requieran para los
servicios públicos y domésticos de las poblaciones; si los Ayuntamientos de las
mismas administran los servicios directamente y sin intermediarios.[36]
Entendiendo por «usos domésticos»,
todos aquellos aprovechamientos a los que hace referencia el artículo 4 de
la ley.[37] En
ese año, bajo el mandato de Abelardo L. Rodríguez (1932-1934), se promovió la Ley
de Aguas de Propiedad Nacional, señalando
que la nación, tenía la soberanía y dominio sobre las aguas: «La Nación tiene
el derecho para regularizar su aprovechamiento y su reglamento, con exclusión
de cualquiera otra entidad política o privada».[38]
Dos puntos quedaron señalados en la confirmación del uso de las aguas: el
primero fue que la dependencia dejaría de otorgar consideraciones especiales a
personas indigentes, y el segundo que no podía dispensar los requisitos
establecidos en la ley de Aguas.[39]
En los primeros días de abril de 1938 fue
girada una circular por la SAF, donde se ratificó que se debía entregar la
documentación de las solicitudes de forma correcta. Asimismo, los notarios
públicos y los jueces debían seguir puntualmente lo establecido en el artículo
50 de la Ley Sobre las Causales de Nulidad de las Concesiones, pues de esa
manera se evitarían los frecuentes perjuicios que sufrían los usuarios de aguas
nacionales por falta de observancia de la reglamentación respectiva.[40]
Por otro lado, el advenimiento de la Segunda
Guerra Mundial, (SGM), [1939-1945] trastocó todos los órdenes sociales,
políticos y económicos del mundo, y de la nación mexicana en particular, por lo
que hubo un retraimiento a nivel nacional en cuanto a las reformas ejercidas en
materia hidráulica, ya que otros asuntos, en su momento más prioritarios,
requirieron la atención de los legisladores mexicanos en cuanto a estrategia
política y económica.
Sin embargo, desde 1941, debido a los
acontecimientos del orden mundial, el Estado mexicano decidió dar un giro a su
política económica promoviendo el desarrollo e industrialización del país.
Ciertamente, ya se contaban con algunos antecedentes durante el periodo de
Lázaro Cárdenas (1934-1940), pero fue el presidente Manuel Ávila Camacho
(1940-1946) quien imprimió un vigoroso impulso a la industrialización nacional
con los remanentes económicos de la exportación de productos agrícolas y
materias primas extractivas como el petróleo. Situación que se incrementó al
verse la economía norteamericana sometida a los ritmos y requerimientos
derivados de su participación en la SGM.
En ese sentido, el sector primario había
respondido con bastante eficiencia ante la demanda y todo indicaba que lo
seguirían haciendo; incluso más tarde, la colaboración de este sector fue
requerida mediante el envío de miles de campesinos de todo el país para
trabajar de manera legal a los campos norteamericanos, a través del programa Bracero (1942-1964).
El caudal de remesas generadas y las exportaciones
mexicanas fueron los puntales que financiaron las importaciones de bienes de
consumo, significando un recurso importante para impulsar el modelo de Sustitución
de Importaciones, elevando a su vez la producción interna nacional.
Durante ese sexenio se puso gran empeño en
transformar la economía mexicana, al pasar de eminentemente agrícola a
industrial; y en ese intento se contó con la colaboración de las organizaciones
obreras como la Confederación de Trabajadores de México (CTM), el Sindicato Mexicano
de Electricistas (SME), el Sindicato de Ferrocarrileros, el Sindicato
Minero-metalúrgicos, y otros, quienes aceptaron formar parte del Consejo
Nacional Obrero, antecedente del Congreso del Trabajo.
Firmándose así el Pacto Obrero Industrial
entre el citado Consejo y las organizaciones sindicales, por un lado, y el
gremio patronal con el gobierno federal, por el otro, que a decir verdad era el
más interesado en la industrialización del país. Este modelo económico fue
denominado Sustitución de Importaciones.[41]
Conclusiones
El contexto histórico del país a principios del
siglo XIX estuvo encaminado al proceso de formación de la nación mexicana, y
las políticas públicas que plantearon los gobiernos para la solución de los
problemas económicos, políticos y sociales tuvieron su origen durante el siglo
XIX hasta principios del XX.
La paulatina centralización de la gestión
del agua, por parte del Estado, desarticuló los mercados locales de agua, donde
pueblos y particulares la vendían o intercambiaban, también se trató de
remediar los cacicazgos creados en torno al líquido, mediante el nombramiento
de autoridades para un reparto justo y equitativo, y así evitar las prácticas
desleales de consumo.
La puesta en marcha de una serie de leyes y
normas no solo cambiaron las relaciones en torno al uso del agua, sino que a su
vez modificaron todo el tejido social, ampliando las relaciones clientelares
entre gobierno y grupos sociales. La introducción de ese nuevo esquema de
gestión del agua detonó el mercado de tierras, y hubo demandas cada vez más
cruentas por hacerse de un pedazo de tierra, claro con su respectiva ración de
agua.
Todavía hasta el periodo revolucionario,
los intereses de los grupos sociales regionales, en cuanto al control del agua
se refiere, se encontraron cimentados en relaciones directas con los organismos
del poder: primero los ayuntamientos y después los gobiernos de los estados.
Esas relaciones podían ir desde la ocupación de los puestos administrativos,
los lazos familiares y de amistad, hasta la influencia económica ejercida sobre
los miembros del Ayuntamiento.
Por lo que las políticas públicas implementadas por el gobierno fueron
evolucionando conforme los intereses de grupo se iban moviendo, de tal forma
que el proceso de centralización/federalización de los recursos hidráulicos
vivido en el país tuvo que ver con el marco jurídico gestado a mediados del
siglo XIX, que detonó cuando los nuevos actores políticos tomaron el control
del país, posterior a 1917, aunado a los cambios generados en la posesión de
las tierras, resultado del reparto agrario y de otras políticas de apoyo al
campo que tuvieron su culminación con la creación en 1946 de la Secretaría de Recursos
Hidráulicos.
Dicha institución ha sido la encargada de paliar, en buena medida, los problemas que enfrentaba la
nación en torno al abasto del agua; sin embargo, no solamente era cuestión de
abasto, también de planeación, diseño y construcción de infraestructura
hidráulica necesaria para la agricultura de exportación.
A mediados del siglo XX los cambios institucionales a las leyes en torno a la gestión del agua, y
la aplicación de ellas, impulsaron durante ese tiempo el desarrollo económico
de las poblaciones rurales, principalmente, y posteriormente la urbana,
mediante la creación de la infraestructura necesaria para el riego, la
generación de electricidad, suministro de agua urbana potable e industrial para
los procesos productivos de cada región.
Por lo que podemos afirmar que las políticas
públicas implementadas en el país en materia de agua sirvieron para ejercer un
mejor control sobre los usos y manejos del vital recurso, y que por medio de
las nuevas instituciones como la CFE y la SRH, el Estado reglamentó la tierra y
modificó la Ley de Concesiones de Agua, para un reparto equitativo, lo que
generó certeza jurídica y un marco institucional favorable a la inversión
privada coadyuvando al crecimiento económico nacional.
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·
El
Economista, 21 de marzo de 1914.
Thalía Denton Navarrete. El agua en México. Análisis de su régimen
jurídico. México: UNAM, 2006,
p. 38.
José Herrera y Lasso. «La política
federal de irrigación», en Irrigación en México, Vol. 2, México: FCE,
1930, p. 14.
En apoyo a esta idea, la Secretaría de
Recursos Hidráulicos dice lo siguiente: «Aunque el Estado hizo algunas obras
como la del saneamiento de la Ciudad de México y empezó a preocuparse por la
explotación de las aguas subterráneas, las obras más importantes para usos
domésticos, de riego, de generación de energía y usos industriales estuvieron
en manos particulares que los hicieron por medio de concesiones otorgadas por
el gobierno». Véase, SRH. El agua y su aprovechamiento a través de la
historia de México, Vol. 1. México: SRH, 1976, p. 289.
Al comenzar la SGM (1939-1945), pero
sobre todo al fin de esta, el gobierno mexicano reorientó la política del
desarrollo nacional dando lugar a una estrategia de industrialización que se le
conoce como «el modelo de sustitución de importaciones». Este modelo se
proponía sustituir los artículos manufacturados de procedencia extranjera, que
hasta ese momento habían satisfecho el consumo local, por artículos de la misma
naturaleza fabricados por la industria nacional.